jueves, 2 de marzo de 2023

HOMENAJE - RETRATO DE NOVIA

María C. Corvalán

2 de marzo de 2023

Hoy, 2 de Marzo de 2023, se cumplen 100 años desde que llegó al mundo nuestro querido padre. Nosotros sus hijos – Maria Celia, Silvia Ines y Luis Octavio – vamos a celebrar éste evento durante todo el año para dar luz a gran parte de sus logros y sus obras, ya sea en forma de música, poesías, libros, antologías y otro sinfín de creaciones de las cuales algunas ya se conocen y muchas otras que hasta ahora siguen inéditas. Aprovechamos entonces esta fecha tan particular para introducir un soneto muy personal y fundacional, como dijo un amigo…


Retrato de Novia

Soneto


Blanco clavel de cáliz tembloroso,

su cascada eucarística vertía

aquel traje de novia que envolvía

tu fino cuerpo de dibujo airoso.

 

Rodeaba tu mirada un misterioso

halo de sombras y de lejanías

y entre tus dedos pálidos latía

un brillo nuevo que me hacía tu esposo.

 

Vagaba por tu boca una sonrisa

hecha de entrega, timidez y gozo

cuando yo reprochaba tu temblor,

y al volverte hacia mí, clara y sumisa

eras un albo amanecer suntuoso

del estío sin par de nuestro amor.

  

Octavio Corvalan

Octubre, 1953

RETRATO DE NOVIA

Soneto recientemente descubierto en un viejo tarjetero. En un papel ya amarillento doblado cuidadosamente. Aquí leído por Silvia Corvalán, una de sus hijas 

https://www.youtube.com/watch?v=EIIKEXPpCzc 

100 AÑOS

Luis Octavio Crovalán (hijo)

2 de marzo de 2023            

Hoy se cumple el centenario del nacimiento de mi padre. Para los que habitualmente me leen, sabrán que él fue un tema recurrente en mis escritos. De chico era la figura cotidiana, la figura paterna casi clásica. Tocaba la guitarra, eso sí. Era una curiosidad en los Estados Unidos y Canadá donde yo estaba creciendo. No tenía conciencia todavía de su constante y perdurable influencia en mi formación. Para mi era natural instalarme en su oficina rodeada de libros, resmas de papel y la máquina de escribir. Era un lugar de juego durante las horas en que él acudía a la universidad a dar clases. Poner una hoja de papel, apretar las teclas al azar, incluso años antes de dominar la escritura, era para mí más divertido que jugar en mi pieza con los juguetes que correspondían a mi corta edad. Indefectiblemente regresaba para descubrir su máquina de escribir manchada de negro, la cinta de lino enredada y fuera de lugar, las hojas de papel arruinadas en el suelo. Jamás me retó por esas travesuras. Hoy lo imagino paciente, esperanzado que ese pasatiempos travieso se haría una costumbre creativa cuando llegue el día de entender la mecánica de plasmar el idioma y las ideas en papel. Y así fue.

            Imposible exageran la influencia que tuvo en mi vida. Y con el correr de las décadas y aun hoy, a muchos años de su desaparición, descubro cuánto influyó en otras vidas, incluso de gente que recién conocí hace poco tiempo. La forma de pensar, de analizar, de percibir la realidad, de vincular la historia, la geografía y la economía con la cultura fue, sin ninguna duda, algo que aprendí de forma directa de las largas charlas que supimos tener cuando las circunstancias lo permitían. Para mí, su fuerte eran las letras. Pero un día una persona, demasiado joven para haber vivido el nazismo alemán, hizo una pregunta ingenua al respecto. Y presencié como, en menos de 10 minutos, hizo un resumen notable de la historia del Siglo XX. Ahí percibí que mi preciada capacidad de síntesis, que me valió elogios de mi maestra de 6to grado, tenía un claro precedente. Una vez, creo que la única, lo fui a buscar a su Facultad. Y esperé en la puerta a que termine la clase. Al lado mío estaba el novio de una de sus alumnas, esperando lo mismo. Resulta que este pibe era estudiante de Ciencias Económicas. Y escuchaba la clase desde el pasillo. Mi padre estaba explicando el contexto económico del período entre las dos guerras mundiales, conocimiento indispensable para entender la producción literaria del momento. Finalizada la clase, el muchacho se acercó para comentarle que jamás había oído una descripción tan clara y elocuente de la economía de ese período. Tuve que esperar largos minutos hasta que esa interesante charla concluyera. Contextualizar la cultura de forma tan completa fue una de sus características sobresalientes y que se aprecia muy bien en sus libros de análisis, como El Postmodernismo, Modernismo y Vanguardia, La Madurez de Leopoldo Lugones y los muchos libros de literatura regional y sus autores que escribió.

            Y si bien para cuando yo empecé a escribir de forma regular mis propios relatos y análisis él ya no estaba, no puedo dejar de reconocer la enorme influencia que dejó en mi formación. Es inevitable para mí recordarlo hoy y compartir este momento.       


miércoles, 20 de enero de 2021

DOS TIROS EN LA CORDILLERA -Cuento corto-

 En octubre de 1945 yo estaba incorporado como oficial de reserva al Tercer Batallón de Tropas de Montaña en Uspallata. (Había hecho el servicio military en el año 1944, así que me tocó actuar como soldado en San Juan cuando el terremoto. Al terminar el año me convocaron como subteniente y de ese modo seguí ligado al ejército). Aunque tiene algo que ver con lo que quiero contarles, no me interesa detenerme en lo que vimos y pasamos durante esos días del desastre en San Juan. Evidentemente los hombres pueden convertirse en fieras bajo la tremenda presión de una catástrofe. Allí vimos al desnudo la verdadera naturaleza de muchas personas: algunas fueron monstruos, otros, santos. Cada individuo tuvo la oportunidad (tal vez la única en su vida) de ser él mismo, completamente.

Pero volvamos a 1945. Entre los soldados de mi compañía se encontraba un sanjuanino. Era un muchacho de regular talla, bastante delgado, pero muy saludable. Tenía unos dedos largos y pálidos, manchados de nicotina. Era el típico muchacho de barrio, que no se pierde un sábado sin bailar, donjuan de vendedoras de tienda. No me resultaba simpático aunque era tan buen soldado como cualquier otro. Se las ingenió para ser mi asistente y por esa razón llegué a conocerlo bastante más que al resto. Le gustaba conversar de cualquier cosa, y no pocas veces mis gruñidos y monosílabas lograban desalentarlo pero si le daba pie en seguida tomaba confianza y era difícil pararlo. Bueno; para ir al caso de una vez, aquel año 1945 tuvimos ejercicios en octubre. Todo el batallón salió a la montaña y cada compañía había acampado en lugares bien resguardados, en contacto pero dispersas en una superficie bastante extendida. El centro geográfico era un ojo de agua que alcanzaba para cocinar y para llenar las cantimploras una vez al día a los ciento veinticinco soldados de la compañía. Los ejercicios exigían el máximo rendimiento de cada hombre. Las marchas eran agotadoras, la comida y el agua escasas. De día el calor era abrumador y de noche la temperatura descendía casi invariablemente a cero. El sanjuanino, como asistente del Segundo Oficial de la compañía, gozaba de algunas ventajas. No le tocaba hacer imaginaria y en las marchas su equipo iba cargado en una mula.

Nuestro campamente estaba situado, según los planes, en una cornisa desde la cual se dominaba un desfiladero. Por allí tenía que abrirse paso “el enemigo” y nuestra misión era impedirle. Las patrullas de exploración volvían sin noticias concretas. Pasaba el tiempo y el enemigo no aparecía. Esto nos obligaba a redoblar las guardias de noche pues sospechábamos que tratarían de pasar aprovechando la oscuridad.  Nuestra posición era muy ventajosa pero el largo acecho ponía tirantes los ánimos. Los muchachos no podían encender fuego; hasta un cigarrillo podía delatar nuestra presencia. Además, debían dormir vestidos; nadie sabía en qué momento llegaría la orden de combate. 

Una mañana, a los tres días de esperar, el sanjuanino estaba preparando café. Hacía frío. El sol se levantaba despacio. Yo repasaba mi pistola, bastante empolvada después del trajín del día anterior. De pronto el sanjuanino me hace seña de silencio. Me muestra algo con su índice. Miro en esa dirección y veo las orejas de una liebre detrás de una piedra a unos quince metros. Disparé mi pistola sin pensarlo.  Fue una reacción instantánea. No hice puntería, pero por una de esas casualidades que ocurren de vez en cuando, di en el blanco. El sanjuanino corrió a levantarla. Al volver traía la liebre colgada por las patas traseras y venía mirando el cuerpo del animal con una expresión muy rara, como hipnotizado. “¿Qué le pasa soldado? ¿Nunca vio una liebre muerta?” Mis preguntas fueron imperiosas e irritadas; me sentía disgustado por mi imprudencia de haber hecho un disparo en el silencio de la mañana. En un instante más el Jefe del Batallón querría saber quién fue el imbécil que dejó escapar un tiro que podía poner en descubierto su plan en un segundo. El sanjuanino no estaba preocupado por eso, obviamente. “No es eso, mi subteniente. Fijesé (y al hablar acariciaba casi con lascivia las piernas de la liebre); mire si no parece una mujer en miniatura.”  “No sea bárbaro, soldado… Solo un degenerado puede decir eso…”  “Disculpe, mi subteniente, pero de repente me ha venido a la memoria algo terrible que me pasó en San Juan el año pasado.”

Tuve la impresión que algo muy profundo se había removido en su alma. El espectáculo de la liebre muerta, mi violenta reacción, o tal vez la palabra “degenerado” que yo le había lanzado a la cara, cualquiera de estas razones, o todas juntas, pudo haber desatado aquello. Lo cierto es que Remigio se sintió súbitamente compelido a contarme aquella experiencia, y a medida que hablaba parecía quitarse un gran peso de encima.

 II

Yo no le pedí que me contara, como a ustedes les consta. La mañana estaba serena, hermosa. Desde nuestra posición se veían al este las estribaciones de la cordillera teñidas de todos los colores por el sol.  En la distancia el aire las ponía azules y les confería una liviandad de bruma. Al oeste los picos se agigantaban. La nieve chispea por momentos y las quebradas todavía estaban llenas de oscuridad.  Hubiera preferido quedarme solo y en silencio, contemplando ese derroche de belleza que es la montaña al amanecer.

“Usté sabe, mi subteniente, cómo me salvé del terremoto?” (Así empezó Remigio. Había en su voz un tono tímido que no le era habitual. Hasta me hizo pensar que realmente me estaba pidiendo permiso para contarme su historia, él, que se desbordaba ante el menor estímulo). Yo estaba en el centro a esa hora.  Ese mes había tomado mis vacaciones. Usté se acuerda que hacía un calor bárbaro. Bueno, yo me metía temprano en el café a jugar al billar con los muchachos. Cerca de las doce comíamos unas empanadas o una pizza y unos vasos de vino. Después me iba a casa a dormir la siesta. Eso era de todos los días. En mi pieza, con el ventilador fijo encima, no se lo pasaba tan mal. A eso de las diez de la noche, después de la comida, empezábamos a llegar a la confitería otra vez, o nos íbamos a la plaza a charlar con las chicas un rato.

El día del terremoto yo estaba, como de costumbre, en el café, jugando a las carambolas. De repente ocurrió, como una explosión de dinamita. Nadie tuvo tiempo ni de darse cuenta. Yo levanté la vista y vi el cielo. El techo del café se abrió como si fuera de lona. No sé cómo atiné a zambullirme debajo de una mesa de billar. En el acto se vino todo al suelo. Yo sentía caer yeso, ladrillos, hierros. El polvo empezó a ahogarme. Luego hubo un silencio tremendo; hasta pensé si no estaría muerto. Pero en seguida se oyeron gritos, corridas, pitadas de vigilantes. Cuando me aseguré que estaba vivo, todavía no se me ocurrió que se trataba de un terremoto. Pensé que algo había explotado en el café. ¡Incendio! me dije; tengo que rajar de aquí. Y empecé a forcejear para abrirme paso entre los escombros que rodeaban la mesa de billar por todos lados. Entonces vino la segunda sacudida. Vea, mi subteniente, nunca he sentido nada igual.  Estaba sentado en el piso y sentía moverse la tierra como olas. Luego se sacudía de costado como una zaranda. Me sentí mareado y si es verdad que sólo duró unos segundos, le aseguro que fueron los segundos más largos de mi vida. Pero al fin pasó y con la tembladera los escombros se aplastaron alrededor de la mesa y me fue fácil salir.

Para que decirle lo que era aquello. Del café sólo quedaba una pared sostenida por las cañerías del lado de la cocina y los baños. Lo demás estaba todo parejo a ras del suelo. Llegué a la calle. Se oían quejidos en las tiendas y en las oficinas aplastadas, pero no se veía a nadie. Los muertos y los heridos estaban cubiertos por las paredes desmoronadas, sepultados bajo los cascotes y la argamasa. En el pavimento había unas rajaduras enormes; de algunas brotaba el agua a chorros.


Anduve como tonto, asustado y aturdido. Recuerdo que iba caminando por la calle a tropezones, pero no sé por dónde. De pronto apareció en una ventana con balcón de hierro una mujer. Tenía los ojos agrandados de miedo y llenos de lágrimas, pero no lloraba. Al verme juntó las manos y me gritó, ¡por favor, mis padres! Entonces recién me fije que estaba desnuda, mi subteniente. Parece que el terremoto la agarró mientras se bañaba. La reconocí. Era una de las chicas más hermosas de San Juan. Los muchachos andaban enloquecidos por ella. Yo también, pero trataba de que no me cayera mucho en cuenta. Tal vez yo estaba enamorado en serio, mi subteniente. Vaya a saber…  Pero, usté sabe, yo, un pobre empleado, no me consideraba con chances para conquistarla, de modo que nunca me animé ni siquiera a decirle un piropo. Pero la quería mucho, o la deseaba de alma, no sé bien. Y ahí estaba delante de mí, desnuda, implorando. Se tapaba la cara con las manos, olvidada de su cuerpo y repetía, mis padres, por favor, mis padres…

Ahí nomás salté por el balcón, y al verme adentro, como si ya no pudiera mas, empezó a doblarse.  Apenas alcancé a sostenerla para que no cayera. La sujete por la cintura y traté de ponerla en pie, pero era difícil. Un cuerpo desmayado es como si pesara más, así que la mantuve apretada sin saber qué hacer ni dónde dejarla para pasar a buscar a los padres, que debían estar apretados en algún lugar de la casa.  Fue en ese momento que me vino el arranque, mi subteniente; esa sensación extraña como la de hace un rato. No sé qué me paso. No me explico hasta el día de hoy. Tal vez fue el aturdimiento; tal vez estaba medio loco por todo lo que pasó en tan poco tiempo. Pero encontrarse de golpe con la mujer que uno ha deseado tanto, indefensa, sin que nadie pudiera venir, en una ciudad destruida…  Perdí la cabeza, creamé.  No sabía lo que estaba haciendo…  Cuando me levanté, creo que estaba muerta, porque no resistió ni se movió para nada. Vomité. Todo me daba vueltas. A los tumbos llegué a la ventana, pasé por sobre el balcón y me fui.

Nunca he contado esto a nadie, mi subteniente. Nunca he pensado tampoco en ese día hasta hoy. Viendo la liebre destrozada me ha venido a la memoria, punto por punto, lo que hice en esos minutos de locura, y me doy cuenta de que no tengo perdón…

Eso fue lo último que dijo. Se quedo callado, con la mirada en el suelo. Era como pedirme que lo castigara.  Su conciencia no lo dejaba vivir en paz. Lo raro es que Remigio no tenía cómo saber que esa pobre muchacha era mi hermanita, así que no me explico. Pienso que simplemente fue su destino el que lo puso en mis manos. Levanté la pistola, casi sin rencor ya, y le abrí el pecho de un balazo.

martes, 12 de enero de 2021

DE PRINCIPIANTES Y DIFUNTOS


Cuento Corto        

    El ex-señor Peregal, director del Suplemento Literario del venerable matutino El Siglo, fue arrancado inesperadamente de su sueño secular por uno de esos provincianos que no saben mantenerse en sus límites cuando llegan a la capital. Cuando el visitante llegó se abrió la enorme puerta que protegía sus restos y el ex-señor Peregal salió convocado por uno de los tantos ujieres del panteón. El ex-funcionario tenía en los pómulos una mirada lisa, rasurada, de palimpesto finalmente borrado. Esa mirada -es un decir; el pobre Señor Director no tenía ya con qué mirar- significaba aproximadamente, "¿quién será el que osó penetrar hasta mi inviolado retiro?"

            El pronombre interrogativo adquirió figura humana y habló, con inocultable acento calchaquí: "Señor Peregal, tanto gusto…Soy Próspero Albornoz, y vengo de parte de nuestro común amigo, el doctor Fuensalida, quien ha tenido la gentileza de extenderme esta nota de presentación…"

            Luengo silencio. El difunto señor Perengal no terminaba de emerger de su siglo. Se veía en su (sic) apergaminada frente el esfuerzo que le costaba captar en forma extrasensorial a esa entidad de corbata estridente que producía esos extraños ruidos. La entelequia notoriamente pajuerana resolvió continuar su monólogo. "Señor Peregal, soy escritor. Tengo aquí -señalando su pesado portafolios- unos cuentos y abrigo la esperanza de que alguno se publique en el suplemento que tan dignamente dirige".

            Nuevo silencio. Abstracción, olvido, total obliteración del tiempo. Ráfagas de años pasaron vertiginosamente por la máscara cenicienta del ex-señor Peregal. Tal vez recordó en ese momento el día en que llegó muy bien peinado, con sus enhiestos bigotes y sus zapatos igualmente negros a esa misma puerta, para solicitar que le publiquen, por favor, su primer cuento. Reparó que entre sus falagetas había un sobre celeste; conectó las primeras palabras del joven visiblemente chiriguano con ese sobre, y con anacrónico pudor pidió permiso (es un decir: en realidad sus tendones ya rígidos quisieron articular la palabra permiso, pero solo se oyó un rumor de brisa entre los sauces, aunque mucho menos poético) y se metió por esa puerta inmensa por donde había salido. La puerta se lo tragó con final crujido de bóveda.

            Emergió después de varios minutos durante los cuales la incertidumbre envolvió al visitante de la puna y prorrumpió, luego de variados e infructuosos ensayos, con idéntica afonía de ganso asustado (o de viento de los sauzales, o de aspiradora en la alfombra) en un ultrasónico mensaje que, de haberse oído, habría dicho más o menos: "Tráiganos un cuento en un sobre y déjelo por Mesa de Entradas". El escritor abipón creyó oportuno interpolar algunos sonidos en ese diálogo de ultratumba y pronunció: "Es que yo no vivo aquí, señor Peregal. Soy de Santiago del Estero y vine a la capital por pocos días". Al tiempo que hablaba sacudía su portafolios indicando en ese elocuente lenguaje que tenía los cuentos ahí; que sería mucho más fácil su transferencia inmediata al metacarpo del Señor Director del Suplemento Literario y que en último caso hasta podía depositar una media docena de cuentos en Mesa de Entradas a condición de que él recibiera uno, porque ya le había costado bastante llegar al despacho del ex-señor Peregal (es un decir: estaban en la antesala, de pie) para que ahora tuviese que entregar sus obras en forma tan anónima como si nunca hubiera traído una carta de su gran amigo el doctor Fuensalida.

            Naturalmente, el Señor Director no pudo decodificar a tiempo tan complejo discurso manual y lo interrumpió con su sibilante siseo de émbolo asmático: "Entonces mándelo por correo al Señor Director de El Siglo. ¡No a mí, sino al Señor Director!"

            Al joven diaguita le apreció vano intentar demostrarle que él estaba allí de cuerpo presente, y que volver a Santiago del Estero para despachar un cuento que tenía en las manos era un enormísimo abuso burocrático. Por lo tanto preguntó, con infinito desconsuelo: "Y ¿cómo se llama el Señor Director?"

            Se pudo escuchar un ominoso vuelo de parcas sobre su cabeza. El desprevenido toba no sabía qué horrenda blasfemia comportaba esa pregunta. Todo el orbe conocía el nombre del Señor Director de El Siglo. Sin embargo, haciendo gala de la esmerada educación recibida en el Colegio de Ciencias Morales, el ex-señor Peregal se abstuvo de fulminar al apóstata tonocoté y explicó: "Doctor Juan María Cazalbón", señales aerófonas que el cuentista jurí trascribió prestamente en su libreta. No había terminado de asentar la tilde sobre la "o" cuando el esófago del ex-señor Peregal rugió: "¡Sin acento!" El incauto escritor autóctono tachó obedientemente el escandaloso acento y leyó como buen egresado de su Facultad aborigen: "Cazálbon. Entonces es Cazálbon".

            La exclamación anterior había quitado todo el resto de aires a los pulmones del ex-señor Peregal, razón por la cual decidió ignorar el desacato del aspirante comechingón, y explicó con magnanimidad: "El doctor Cazalbón (casi ni se percibió en acento en la "o") lee los originales, luego los leo yo". El resto se adivinaba: "pero es el Señor Director quien los aprueba o los rechaza".

            El cuentista de tierra adentro comprendió la importancia de dirigir los cuentos al señor Cazalbon (sin acento): ocurría, sin duda, que el ex-señor Peregal estara muerto desde hace varios lustros. Su nombre figuraba al frente del Suplemento Literario en virtud de una penosa política del diario consistente en hacer creer a los venerables difuntos del panteón que aún vivían. Era una forma de homenaje a quienes habían sido renombrados hombres de letras allá por los años de Darío. Adheridos a una planilla de presupuesto, seguían sentados frente a sus escritorios, haciéndose la ilusión de que allí trabajaban, y que les era posible aprobar o rechazar originales. Esta ilusión se prolongaba hasta que algún pagano del Bermejo, o de Chilecito, arribaba con sus impías cartas de presentación o sus cuentitos bajo el brazo. Entonces los difuntos caían en la cuenta de que había un doctor Cazalbón, vivo, que realmente decidía en el diario. Cuando esto ocurría los fantasmas se marchaban con gesto fatigado hasta sus féretros y se cerraba sobre ellos, definitivamente, la tapa. Dos o tres días después (previa autorización del doctor Cazalbón) aparecía una nota necrológica que invariablemente comenzaba: "Ha dejado de existir en nuestra ciudad, a la provecta edad de noventa y un años, el escritor Fulano de Tal, que fuera colaborador de estas páginas desde el año 1916".

            Cuando el autor sanavirón comprendió todo esto sintió pena por el señor Peregal (le quitó el ex mentalmente), se odió por haber decretado, con su imprudente visita, la muerte definitiva del director literario. Pensó que habría podido publicar sus cuentos en el diario de su provincia sin venir a ultrajar esa postergada muerte del señor Peregal. Rogó que su profesión de odontólogo le dejara suficientes ahorros al final de su carrera como para no tener que recurrir a ese fantasmal sinecura, ya fuera en El Siglo o El Porvenir y hasta resolvió no volver a escribir, par eludir su probable ingreso al panteón, de donde nadie podría redimirlo, excepto algún audaz jovencito aymara. Dio media vuelta y se fue sin decir adiós. Quiso evitarle al señor Peregal ese último desgaste de aire que le sería muy necesario para regresar a su sarcófago.   

  

FAULKNER Y GARCÍA MÁRQUEZ - Una Aproximación

(Publicado en Humanitas -Revista de la Facultad de Filosofía y Letras - Año XXIII N° 30-31 pág 7-21 - 2000)

Algunos procedimientos novelísticos de William Faulkner

            Si tratáramos de dibujar un perfil esquemático pero definidor del estilo narrativo faulkneriano, tendríamos que empezar por el procedimiento llamado "stream of consciousness" que, en la literatura de idioma inglés, viene de Henry James y llega al escritor norteamericano a través de Gertrude Stein y James Joyce. Este procedimiento consiste en instalarse en la mente de los personajes y proyectar la actividad de sus conciencias como en una pantalla de cine. Es, por lo tanto, un procedimiento expresionista. No se trata de transmitir cómo se refleja la realidad en el sujeto, sino de dar forma a los movimientos internos, recónditos, de una subjetividad y proyectarlos al exterior. Necesariamente estos movimientos asumen la forma de símbolos y no se pueden leer en el plano de la simple denotación. Sus significados están enredados en una compleja combinación de vivencias, estímulos y reacciones de los cuales apenas se nos da indicios. La actividad de la conciencia de un personaje no sigue una línea cronológica en el tiempo, ni una cadena de causas y efectos como sucede en el lenguaje discursivo. Esta conciencia da saltos, simplifica y asocia de acuerdo a su propia dinámica y ningún otro sujeto, desde afuera, puede conocer esa dinámica al punto de ir comprendiendo mientras lee. El arte del narrador, en este caso, consiste en poner, en lugares estratégicos, los datos necesarios para hacer inteligible el discurso, con frecuencia caótico, del personaje en su monologar interior.

            Veamos cómo funciona este sistema de señales. En Mientras yo agonizo, el primer monólogo de Vardaman trata de contarnos que él espantó los caballos de Peabody porque, en su inocencia, cree que Peabody ha matado a su madre. Este episodio es completado en los monólogos de otros personajes, pero al leer el de Valdaman, difícilmente se pueda extraer todo el sentido. El niño no menciona los caballos; el pronombre "ellos" puede señalar hacia cualquier nombre. Tampoco nos muestra la varilla con que azota a los caballos. Son cosas demasiado inmediatas a Vardaman para que él las vaya nombrando. Si dice "it makes a lot of noise" (hace mucho ruido), necesitamos llegar al final del monólogo por lo menos para darnos cuenta de que es la varilla la que hace mucho ruido. Inferimos que Vardaman la blande en el aire antes de cuyos meta gul oti, y 155 p.m. Hubo dio y el hubo vuelos largos años sin con India pegar con ella a los caballos. Con respecto a éstos, el niño sigue su monólogo, simultáneo a sus movimientos y a sus acciones. "They watch me as I run up, beginning to jerk back, their eyes rolling, snorting, jerking back on the hitch-rein". (En la traducción de Max Dickmenn: "Me observan cuando corro hacia ellos, se apartan volviendo los ojos rápidamente de un lado a otro, resoplando, tirando de la brida que los ata".). Se puede ver que sólo al final, con la frase "jerking back on the hitch-rein" nos enteramos de que ellos son caballos, pero aun no sabemos que esos caballos son de Peabody, que ha venido a ver a Addie agonizante. La información se va desplegando en sucesivos monólogos, en forma de "vasos comunicantes". Cada trozo adquiere sentido al confrontarlo con el trozo contiguo (en el rompecabezas, no en la disposición del texto).

            El segundo procedimiento deriva casi siempre del primero: es el que aquí llamaré "modo hermético" de narrar. Consiste en desplegar el hilo narrativo en una especie de red. Para seguir cada hilo, i.e. la historia o parte de una historia, el texto exige una participación muy activa del lector. El narrador, o quien conduce la narración en un momento dado, entrega el realto desarticulado (en apariencia), con numerosos datos escondidos, o elipsis. Para recuperar la secuencia normal de los diferentes momentos, el lector debe no pocas veces volver atrás, o al menos recordar minuciosamente lo ya leído. Esto implica un esfuerzo que no todo lector está dispuesto a realizar; quien se interna en el laberinto novelístico de Faulkner acepta tácitamente el desafío y por lo tanto contribuye -desde el extremo opuesto al autor- a completar el sentido del relato. Su participación, por lo tanto, es efectiva; no se trata de leer pasivamente un texto, de dejarse contar algo desconocido y cuyo significado se devela mientras se lee. Aquí se requiere una complicidad mayor con el que narra; es necesario ir dotando de sentido a lo que se lee, lo que en último análisis rquivale a participar de la creación misma. El lector debe cumplir una compleja tarea: desde el descubrimiento de la trama, que está imbricada en la red de un texto lleno de hiatos, hasta las leyes particulares de la psiquis de cada personaje. Lo que el autor nos entrega son apenas indicios, insinuaciones, sobre los cuales debemos elaborar nuestra recreación "gestálica" del texto. En otras palabras, el relato es hermético en un sentido no muy diferente al hermetismo barroco. En el discurso barroco el lector debe sustituir las palabras corrientes emboscadas tras las oscuras construcciones poéticas; debe entender cueva cuando el poeta dice "formidable de la tierra bostezo". En Faulkner hay que suplantar instantes, intenciones, acciones enteras no dichas, o dichas en orden inverso, en hibérbaton: sólo que no es la sintaxis oracional la que se altera, sino la sintaxis normal de los hechos narrados.

            El tercer rasgo característico del estilo faulkneriano que nos interesa está también estrechamente vinculado a los dos anteriores: la "exasperación gramatical". Ya he descrito cómo se articula el procedimiento que la crítica inglesa denomina "stream of consciousness". Esa corriente, o fluir no respeta necesariamente las leyes gramaticales: corres a saltos, por espasmos intermitentes de lucidez, cuando no cae directamente en el delirio, según el estado de ánimo del personaje. Hay por fuerza gran número de oraciones unimembres, de oraciones incoadas, pensamientos interruptos, anacolutos y otras anomalías sintácticas. También hay palabras escapadas de una especie de lapsus liunguae, cuando la conciencia trabaja tan vertiginosamente que establece asociaciones anticipadas de sonidos o de sentido. Sin embargo, no debemos perder de vista al autor que va creando, con toda premeditacion, ese vértigo. Por muy caótico que pueda parecer un texto -el de Finnegans Wake por ejemplo- siempre hay una mente lúcida detrás y siempre el texto retiene su inteligibilidad. William Faulkner opera en sus libros más audaces, The sound and the fury y As I lay dying, con furor parecido al de Joyce. Somete a la lengua inglesa a contorsiones y distorsiones muy temerarias. Esa violencia también contribuye a que el lector se mantenga a dos manos para no caer mareado. Ya no se trata solamente de desentrañar un hilo argumental del tipo "¿quién habla?, "¿qué ha pasado?", "¿dónde está ahora?", sino de entender correctamente las palabras. Experiencias de este tipo ocurren a menudo leyendo los monólogos de Benjy y de Quentin en The sound and the fury, o de Darl, Vardaman y Dewey Dell en As I lay dying.

            Es oportuno aclarar que esta exasperación idiomática no es un rasgo general en la novelística de Faulkner. Se la encuentra, aunque mucho más atemperada, en The wild palms. En otras narraciones, la prosa es más tensa, unitaria y directa. Sólo en esas dos novelas hermanas de 1929 y 1930 es donde Faulkner ha ejercitado al máximo la violencia verbal, tal vez para crear mejor el clima de pasiones elementales que buscaba, o para presentar desde dentro la vida psíquica de sus desaforados personajes.

            El cuarto rasgo, que por fuerza viene ligando a los anteriores, es el "punto de vista múltiploe". Este procedimiento se impone sólo cuando un autor decide montar su relato sobre la base de monólogos interiores. En primer lugar, cada uno de los personajes debe contar con su propio espacio. Por una elemental razón de unidad no le será permitido al autor aparecer entre un "monólogo" y otro; únicamente se reserva el lugar de un escritor anónimo que pone títulos identificatorios a los monólogos, o fechas, igualmente indispensables.

            Surge así un relato confiado casi enteramente a los personajes; éstos constituyen algo así como columnas ("vasos comunicantes" las llaman algunos críticos). Por esos vasos -comunicantes pero independientes- asciende el relato. La trama y el sentido de la narración se entiende en su totalidad sólo si confrontamos cada monólogo con todos los demás. El procedimiento es efectivo porque el lector entra a escuchar el testimonio de los protagonistas, no el de un narrador indiferente o extraño a los hechos narrados. Es, naturalmente, una convención literaria más, pero ésta, por ironía del tiempo, nos produce hoy la sensación de veracidad que en el siglo pasado (XIX -Nota del Editor-) se lograba mediante una convención opuesta: la del narrador distante, "objetivo". El punto de vista múltiple ofrece ofrece ahora esa objetividad por su inmediatez. Los personajes dicen sus cosas sin tener conciencia de ser personajes de una historia. Se puede confiar, por lo tanto, en sus testimonios. Ellos no se saben predestinados y no conocen su final. No pueden "hacer trampas"; obran con absoluta ingenuidad. No juzgan ni opinan sobre la historia que están viviendo. No seleccionan; en una palabra, no mienten.

            El siguiente rasgo -que tampoco es invención de Faulkner, pero que él pasó a la narrativa latinoamericana- es la alteración de la cronología. Ya se ha hablado en demasía sobre este punto, de modo que sólo intentaré una sinopsis del tema, con atención especial a la narrativa de Faulkner.

            Al parecer todos los críticos están de acuerdo en que la nueva concepción del tiempo en la narrativa tiene su origen en Marcel Proust, quien a su vez siguió las novísimas teorías de su pariente Henri Bergson. A partir de allí tenemos experimentos narrativos diversos en James Joyce y en Virginia Wolff en las letras inglesas, y en Thomas Man en las alemanas. De ellos se desprenden los ensayos posteriores, algunos de ellos muy audaces. William Faulkner es quizás el primero en los Estados Unidos que asimila, con todas sus implicancia novelística la idea de que el tiempo psíquico difiere del tiempo físico. En el plano histórico los hechos ocurren sucesivamente en una cadena interminable de causas y efectos, pero en el tiempo interior se detienen, ser revierten, se repiten, se corrigen, se adelantan al futuro, al capricho de nuestras ensoñaciones, deseos, temores, recuerdos o desvaríos. Que alguien propuso, allá por los años veinte: " la vida no narra; sólo sucede". Faulkner captó las consecuencias del aserto. Una novela, si pretende ser fiel a la vida, tampoco debe narrar, desde afuera y desde lejos, como se repiten los cuentos de hadas. La novela debe suceder, como la vida, a los personajes. El lector debe ser testigo de este suceder, comprenderlo mientras sucede -o después- tomar partido, desinteresarse, admirar o despreciar a esos seres de ficción tal como lo hace con los de carne y hueso que lo rodean.

            Las narraciones faulknerianas casi nunca son lineales. Aun en esa ya lejana novela titulada Sartoris (1929), cuya versión completa, con su título original Banderas sobre el polvo se publicó en 1973 (la edición española es de 1978), presenta esa novedad. Los personajes empiezan a recordar sucesos ya pasados, de pronto, sin previo anuncio al lector, de modo que el relato salta del presente al pasado, y no pocas veces de ese pasado a otro más remoto, configurando un laberinto temporal de líneas zigzagueantes, o en volutas que avanzan para retroceder antes que avanzar nuevamente.       


Procedimientos faulknerianos en García Márquez

Descrito así el estilo narrativo de William Faulkner por sus rasgos más notorios, se hace necesario emprender una descripción igualmente funcional del estilo narrativo de Gabriel García Márquez para completar el trabajo aproximativo entre ambos escritores. Si seguimos el mismo orden podemos afirmar que el primer aspecto tratado, el "fluir de la conciencia", se da en el novelista colombiano de una manera más elaborada. No en vano ya lo preceden obras como Los pasos perdidos de Carpentier (1953), Pedro Páramo de Rulfo (1955) y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes (1962), en las cuales se pueden descubrir las huellas de William Faulkner. Me refiero, por supuesto, a Cien años de soledad (1967). En esta narración, la entrada al monólogo interior está disfrazada por el avance y retroceso que por comodidad llamo "voluta". La primera frase del libro servirá para ilustrar en qué consiste esta estratagema: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". A continuación, García Máqrquez nos entrega el recuerdo del coronel que ocurrirá cuando se encuentre "frente al pelotón de fusilamiento". El recuerdo ancla en esa tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo y opera como la magdalena proustiana: "El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre" no es -o pretende ser- una intromisión del narrador omnisciente, sino la memoria del mismo coronel. De ese modo, la novela en su totalidad viene a ser un extenso "fluir de la conciencia" que salva a este relato del pecado mayor en que incurrieron las novelas realistas del pasado y se convierte en algo confesional, íntimo, algo vivido desde dentro y no contado por un narrador "objetivo", desde afuera y desde lejos.

            El segundo rasgo, justamente por ese camino elegido, no se halla en Cien años de soledad. García Márquez prefiere un modo diáfano de narrar frente al modo hermético de Faulkner. (Ya aclaré que sólo dos novelas de Faulkner están compuestas así). Acaso fuera preciso aclarar también que lo dicho en el párrafo anterior se refiere a Cien años de soledad, pero que en La Hojarasca tenemos tres extensos monólogos en que fluir de la conciencia funciona con idéntica libertad que en esas dos novelas faulknerianas. Continuando con la busca de paralelos, diré que las otras obras de Faulkner están escritas en una prosa coruscante, como la del colombiano; sus párrafos son amplios, pausados y verbalmente lujosos como los de Cien años de soledad.   

            En García Márquez no hay hermetismo gramatical, pero sí elipsis y constantes saltos al pasado. Consigue intrigar al lector por otros medios; entre ellos la alternancia de los capítulos que se refieren al origen de Macondo con los que se refieren a épocas posteriores, introduciendo nuevos personajes sin haberlos presentado al lector, aparte por la confusión creada por los nombres repetidos, otro rasgo que también se encuentra en Faulkner.

            Al hablar de William Faulkner mencioné la "exasperación lingüística". Tampoco este rasgo se da en García Márquez, pero una vez más, no es un rasgo típico de todas la obras faulknerianas. En Cien años de soledad encontramos más bien una armonía del autor con su lengua. La narración emerge fluida, tersa, poderosa, arrastrando consigo inusitadas metáforas y los más obvios lugares comunes. La gramática de García Márquez en impecable, quizá porque las complejidades de su trama exigen una mayor diafanidad en la elocución. Amado Alonso, al analizar el hermetismo de Neruda y compararlo con el de Góngora, decía que la obscuridad gongorina estaba en las imágenes, ya que éstas ocultaban una realidad muy simple. Las representaciones verbales son difíciles, pero su gramática es clara. En cambio en Neruda la materia poetizada es tan compleja que no puede expresarse con pulcritud gramatical. "Podríamos diferenciar entre la poesía barroca extremada y la de Neruda, y llamando a la una difícil, y a la otra oscura. La oscuridad está en el pensamiento poético; las dificultades en los procedimientos de representación". (A. Alonso, Poesía y estilo de Pablo Neruda, Buenos aires: Sudamericana, 1966, p. 57)

El "punto de vista múltiple" sólo aparece en una novela de García Márquez: La hojarasca, y allí funciona con el mismo sentido y propósito que en el norteamericano. Hay dos o más testimonios de un mismo hecho; los testimonios son parciales y ofrece la perspectiva de cada personaje. Con este procedimiento se van completando los datos sobre el suceso narrado. El lector, al reunir todas las perspectivas, reconstruye el suceso con una visión más completa, pues su propio ángulo de mira se ha enriquecido con los de los diversos personajes-narradores, el niño, Isabel y su padre. Como dije, el punto de vista múltiple es el procedimiento usado con exclusión de todo otro en La hojarasca. Los tres personajes presencian el velorio y entierro del médico a quien el pueblo niega sepultura. Los tres tienen idénticas experiencias sensoriales: el calor, el pito del tren, el olor de las flores, etc. Pero esas experiencias evocan en cada uno recuerdos distintos. Dentro de esos recuerdos se encuentran otras experiencias y diálogos con personas ahora ausentes o muertas, de modo que cada monólogo se abre en frondoso ramaje de elementos narrativos. Por otra parte, cada testimonio corrige la noción del lector sobre un hecho dado, y la completa. A propósito de esta novela dice Mario Vargas Llosa: "El monólogo, forma de expresión generalmente individual, tiene aquí (en La hojarasca) una naturaleza ambigua. Es Isabel quien monologa, pero por momentos, esa voz se convierte en voz plural, el "yo " narrador se convierte en "nosotros". (Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Historia de un deicidio, p 238).

            El hecho de que en esta novela García Márquez haya seguido tan de cerca el procedimiento usado por Faulkner en sus grandes obras de 1929 y 1930 permite suponer una lectura atenta y una entusiasta admiración por parte del colombiano. Ya es hora de decir que en esta búsqueda no voy a la pesca de imitaciones. García Márquez ha demostrado su talento personal y su capacidad creadora más allá de toda duda. Lo que sí trato de hacer es cartografiar toda posible similitud entre ambos autores para luego arriesgar una propuesta de posibles influencias, préstamos, o en último caso "coincidencias".

            El rasgo final observado en Faulkner como punto de partida para el presente estudio es la "alteración de cronología". Casi no vale la pena mencionar en qué sentido y hasta qué punto la cronología está alterada en García Márquez. Vargas Llosa, uno de sus críticos más exhaustivos, describe minuciosamente el diseño temporal usado en Cien años de soledad. "(…) el episodio comienza con un salto hacia el futuro" nos dice, para informarnos luego que hay un salto al pasado remoto de ese episodio y a partir de allí una sucesión cronológica lineal hasta que el futuro llega a ser presente. Naturalmente, esta regularidad del tratamiento temporal en Cien años de soledad obedece -según Vargas Lllosa- a la cuidadosa composición del libro. En otras obras de García Márquez no existe tal regularidad en la alteración del tiempo. Lo importante, sin embargo, es reconocer que el tiempo está en todos los relatos más o menos alterado.

          

Los temas centrales en la novelística faulkneriana

            En esta aproximación comparativa procederé por círculos concéntricos, pero de la periferia al centro. Primero he tratado de mostrar procedimientos novelísticos que el Faulkner parece ser sellos personales de su estilo narrativo, y que luego vemos aparecer en la novelística de García Márquez. En la segunda rueda quiero mostrar que los grandes temas de Faulkner también son los de García Márquez. En este caso debemos proceder como el equilibrista del circo, pues la línea que puede separar el descubrimiento crítico del disparate es muy tenue. A medida que se leen las obras de los dos autores con intención comparatista, aparecen mayores coincidencias, de modo que se hace difícil rechazar la tentación de adscribir cualquier semejanza a una imitación, o por lo manos una adaptación de un autor por el otro. En las presentes páginas me propongo averiguar y mostrar algunas pruebas de la influencia faulkneriana en García Márquez con la esperanza de clarificar, no una cuestión de deudas, ni siquiera de préstamos, cono se llama eufemísticamente al virtual saqueo entre escritores, que es normal, por otra parte. Toda obra literaria se inspira en otra obra literaria; la literatura se alimenta de literatura, de modo que no estoy aquí para enjuiciar a García Márquez por lo que pueda haber tomado de William Faulkner. Lo que espero es realizar una lectura mejor, más rica, de textos que no son muy queridos; conferir una mayor resonancia a algunas armonías que el novelista colombiano aprendió del maestro norteamericano, y, de ser posible, deslindar la progenie que ese maestro haya dejado entre los mejores novelistas de nuestra lengua en el presente tiempo. Señalar temas, procedimientos, motivos, puede ser una forma de señalizar el campo para los críticos que vengan detrás y que decidan ocuparse de Rulfo, Onetti, Fuentes, Sábato, o algún narrador hispanoamericano en el que haya genuinas sospechas de influencias faulknerianas.

            Se puede ensayar una posible explicación histórica, si se quiere, para algunas semejanzas. En el caso García Márquez encontramos una serie de paralelos entre la biografía de Faulkner y la suya que no podemos pasar por alto. Las circunstancias familiares, algunos personajes entre los antepasados que impregnaron fuertemente la imaginación de los autores de la niñez, algunas características comunes entre los pueblos de provincia en que ambos vivieron sus decisivas experiencias, puede servir para explicar la atracción que pudo haber ejercido uno sobre el otro, aparte de la hipnótica atracción del estilo faulkneriano, a la que es muy difícil sustraerse.

            El Sur de los Estados Unidos -el "Deep South" de Mississippi, Alabama, Georgia- presenta características sociales y culturales que no se diferencian mucho de nuestro mundo sudamericano. Si reducimos a cómodas abstracciones esas características podríamos sintetizarlas así: es una región de historia tormentosa y de violencia; ha tenido, desde sus orígenes, problemas raciales de difícil resolución; es una región eminentemente agraria con un régimen casi feudal en cuanto a la posesión de la tierra, a la mano de obra esclava; hay una resistencia por parte de las clases dirigentes al cambio estructural venido desde afuera e impuesto prepotentemente; esa misma clase ha ingresado -a regañadientes y a medias- al mundo capitalista e industrial; hay una nostalgia de pasado perdido, es decir, una actitud tradicionalista que se niega a adoptar las nuevas pautas de vida enfrentadas al competir por el poder de las dos clases, la tradicional y la nueva, y la nostalgia consiguiente por el pasado primordial, mítico; hay una rivalidad que se manifiesta en ambas clases con casi igual patetismo; un mundo mítico de profundidad espiritual fermentado a lo largo de tres siglos de convivencia entre los amos blancos y los esclavos negros.

            De esa secular confrontación y coexistencia surgen los mitos: uno blanco, europeo desarraigado, que encarna la superioridad del hombre caucásico, la certeza de que solo ellos comprenden al negro y pueden brindarle protección y bienestar; el otro, negro, refugiado en el sentimiento religioso o en la superstición, acata también el mito del blanco y remite a otras instancias su salvación. Sólo al final, cuando parece triunfar la mentalidad industrial moderna, blancos y negros sienten el vértigo del tiempo nuevo. Los instantes finales de esa tragedia los viven aquellos descendientes, o sobrevivientes de la antigua aristocracia sureña y la esclavatura en desbande. Hay en toda la sociedad sureña un aire de apocalipsis. Los Compson, los Sartoris, frente a los arribistas Snopes y los negros emancipados en William Faulkner por un lado; los Buendía y los viejos héroes militares frente a "la hojarasca" en García Márquez son sus equivalentes latinoamericanos.

            Este mundo complejo, conflictuado, trágico, apasionado, violento, alcanzó su expresión artística en las obras de algunos autores que son, precisamente, los de mayor repercusión en el exterior: Eugene O'Niel y Tennessee Williams en el teatro y William Faulkner en la novela. Por ahora, y para nuestro presente cometido, nos interesa William Faulkner, uno de los narradores más singulares del siglo XX.

            La intensidad humana que respiran las novelas de Faulkner impresionó a García Márquez, eso ya es académico; lo ha declarado el mismo en reiteradas ocasiones, lo han consignado los críticos, periodistas y amigos. Bajo la influencia a Alfonso Fuenmayor, nos dice Vargas Llosa, "el mentor intelectual del grupo, quien descubría los autores extranjeros que leían con avidez: Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf, Kafka, Joyce". (Op. cit. P. 38)

            En su travesía desde New York a New Orleans, vía ómnibus de la compañía Greyhound, García Márquez se detuvo en los pueblos del sur para descubrir el mundo faulkneriano. También ese peregrinaje ha gozado de reiteradas publicaciones. No es el caso, pues, de insistir en la admiración que provocó Faulkner en él, sobre todo en aquellos años de iniciación. La hojarasca es un ejemplo típico de su "etapa faulkneriana", así como el relato "El coronel no tiene quien le escriba", e incluso "Isabel, viendo llover en Macondo". También otros cuentos como "La siesta del martes" y "Los funerales de la Mamá Grande" muestran las huellas de William Faulkner en su concepción, en su factura, en la caracterización de los personajes, en el clima pueblerino rancio y soñoliento.

            Además de estos rasgos que parecen compartir en Sur faulkneriano y el Macondo de García Márquez, hay aspectos individuales que parecen duplicarse en ambas biografías: el hecho de que Faulkner haya tenido un tío militar y de García Márquez tuviera un abuelo militar, el coronel don Nicolás Márquez, es digno de tenerse en cuenta. El primero fue el modelo para el coronel John Sartoris y el segundo para el coronel Aureliano Buendía, pero en el mundo de la ficción, es obvio que el coronel Sartoris fue el predecesor del coronel Aureliano. Las guerras que ocurrieron en el pasado de ambos novelistas son los factores determinantes de los grandes cambios que ocurren en sus novelas. En Faulkner, la Guerra de Secesión (1860-1865) y en García Márquez las guerras civiles en Colombia, las luchas entre conservadores y liberales, en las últimas décadas del siglo pasado. En ambos autores, por lo tanto, el período novelado abarca fácilmente "cien años". Los personajes más viejos, Bayard Sartoris y la tía Sally o Miss Jenny, por ejemplo, son los que recuerdan los sucesos del siglo XIX en las novelas de Faulkner, y son los testigos dolientes de un nuevo orden. También en García Márquez los personajes femeninos como Úrsula Iguarán y la Mamá Grande son los últimos vestigios del patriarcado. (De paso, esos personajes parecen haber sido suscitados por algunas mujeres singulares que hubo en la vida de García Márquez, como su abuela doña Tranquilina y la tía que hizo quemar el huevo de basilisco en el patio, según García Márquez, ella misma bordó su mortaja y cuando la tuvo lista, se acostó a morir, y se murió). La historia de la tía que tejió su mortaja se trasladó íntegra a la novela (o tal vez ocurrió al revés, como veremos); en Cien años de soledad aparece Amaranta recibiendo de la muerte el aviso de que empezara "a tejer su propia mortaja el próximo seis de abril". Pero hay razones para sospechar que la anécdota de su tía sea apócrifa. En As I lay dying se cuenta el caso de una mujer que extrajo de un arcón polvoriento el camisón que usó en la noche de bodas, se lo puso y se acostó a esperar la muerte. Si la historia de García Márquez no fuera apócrifa, tendíamos que anotar otra extraña coincidencia entre los do2s novelistas. En la novela de Faulkner se lee (en el primer monólogo de Vernon Tull) lo siguiente: "Mi madre ha vivida setenta y tantos años. Trabajó todos los días de su vida, bajo la lluvia o bajo el sol. Ni un día de enfermedad desde el nacimiento de su último, hasta que un día, mirando a su rededor, sacó el camisón con bordes de encaje que había guardado en su arcón cuarenta y cinco años sin usarlo, se lo puso y luego se acostó, se tapó con las frazadas y cerró los ojos: 'Será mejor que cuiden de su parde lo mejor que puedan', dijo. 'Yo ya estoy muy cansada'". 1

            Uno de los temas que por su incidencia revista mayor importancia en ambos novelistas es del incesto. En Faulkner hay insinuaciones de incesto en Absalom! Absalom!, en The sound and the fury y aun en As I lay dying. Es como si la unión incestuosa fuera el eje mayor del gran pecado de toda una estirpe, o, como se ha dicho con respecto a Quentin y Caddy (de The sound and the fury) una forma de preservar la pureza de la estirpe. Pero tal vez por la gravitación de una ética puritana más rígida o menos indulgente que el blando catolicismo hispanoamericano, el autor no permite la concreción del incesto que, por otra parte, se plantea siempre entre hermano y hermana. En The sound and the fury hay una escena en que la inferencia de la unión física entre Quentin y Caddy es inevitable. Sin embargo Faulkner, al añadir el epílogo de 1946, (que en edición castellana figura como prólogo) aclara que Quentin "no amaba la idea del incesto y no cometería sino cierto concepto presbiteriano de su castigo eterno: él y no Dios, podría arrojarse por aquel medio al infierno a sí mismo y a su hermana, donde podría vigilarla para siempre jamás en medio de los fuegos eternos". (Leo la traducción e F.E. Lavalle para la edición Planeta, Barcelona, de 1972). El original es más explícito en la negación del incesto: "(Quentin) who loved not the idea of the incest which he would not commit, but some Presbyterian concept of its eternal punishment, etc." (Destacado mío). En Cien años de soledad el incesto es casi el eje principal del relato: empieza con el matrimonio de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, primos; luego hay varias relaciones incestuosas entre tía y sobrino, entre medio hermanos, antes del incesto final, que realmente se produce y da descendencia, entre Amaranta Úrsula y Aureliano Buendía.

            Junto al tema del incesto es necesario consignar el otro que en ambos escritores parece estar indisolublemente ligado al primero: la maldición que pesa sobre la familia, y posiblemente, la causa de la decadencia y desaparición de toda la estirpe. En El ruido y la furia, Quentin dice a su hermana: "Pesa una maldición sobre nosotros, no es culpa nuestra, es culpa nuestra".

            El otro tema, va anticipado más arriba, es que en ambos escritores la historia narrada es la de una familia fundadora y patricia en el pasado que no puede sobrevivir al nuevo orden y se aniquila. Los Compson han estado en el lugar desde 1699 y, en el siglo XX ven la degradación paulatina de su nombre y de su gente en el retardado Benjy (de quien, además, se murmura que es ilegítimo), en el suicidio de Quentin, en el fracaso matrimonial de Candace, en la soltería empedernida de Jason, último varón, y en la desaparición de Quentin, la hija de Candace, quizá fruto del incesto. En Cien años de soledad la maldición se formula desde el principio; la causa principal de la destrucción de los Buendía es la falta de amor. Irónicamente, el único ser "en un siglo que había sido engendrado con amor", resulta ser el niño con cola de cerdo, que muere devorado por las hormigas.

            Las violaciones contra las normas (el incesto parece simbolizar todos los escándalos de esas estirpes sin amor) son castigadas sin piedad. La historia no perdona y avanza a despecho de quienes tratan de frenarla; luego, en el alma colectiva, la historia se convierte en fábula, en mythos, y esa dimensión es la que rescata el novelista. Aun en esta actitud García Márquez coincide con Faulkner, y esa coincidencia es más significativa que los simples paralelismos o las estratagemas del estilo. La mitología faulkneriana surge de la violencia ejercida por la Guerra Civil, en la que el Norte triunfa sobre el Sur y le impone las pautas de vida barriendo las antiguas. Blancos y negros, son los protagonistas mayores de este drama. El indio ha retrocedido al trasfondo, al inconsciente norteamericano. Los verdaderos protagonistas son los blancos y los negros, antagónicos e inseparables. El elemento discordante, el que rompe el equilibrio y malogra el tiempo feliz para siempre, es la guerra. Con ella llegan los "yankees", sus ideas, su capacidad para el trabajo, su industria, su sistema económico, la usura… Todos estos elementos inquietan profundamente a la sociedad arcádica, esa sociedad agrícola basada en el cultivo del algodón y del tabaco en tierras de blancos por labradores negros. Los Yankees representan el espíritu del mal, el castigo divino por las violaciones de la Ley que los hombres del Sur han cometido. A ellos se los culpa de todos los males que sufren blancos y negros. Los Sartoris, los Compson, los Sutpen, son parte de la decadente aristocracia. Los Snopes representan a la nueva oligarquía comercial. No tiene pasado, se han erigido en amos del lugar en poco tiempo gracias a su astucia y a sus malas artes. Ellos despojan a los verdaderos dueños. Los Sartoris son espléndidos y orgullosos descendientes de una vieja familia fundadora. Viven de recuerdos y de sueños, o de gestos temerarios que los confirman como hombres. Sus proyectos son extemporáneos porque están impregnados de la grandeza de los antiguos colonizadores. Son sueños de conquistas fabulosas, de viajes maravillosos. Los Snopes, en cambio, son los recién llegados, cuyos planes son muy concretos y a breve plazo. Son vulgares y torpes a sus maneras, son codiciosos y sin escrúpulos. Tampoco los patricios tienen muchas reservas de moralidad, pero su falta de escrúpulos es de otro signo, jamás para lucrar. Ellos son los ángeles de un mundo en decadencia.

            Si trazamos ahora un paralelo con el mundo macondiano notaremos en seguida que Macondo y Yoknapatawpha County se parecen mucho en lo esencial. Los Buendía, el coronel de La Hojarasca, Fernanda del Carpio, la Mamá Grande y muchos otros personajes de García Márquez, representan la antigua gentileza criolla. Con la Compañía Bananera penetran la codicia, la vulgaridad, el restacuerismo, los vicios. Los miembros del patriarcado se van replegando cada vez más hasta que ya no les queda espacio y se extinguen asfixiados. De este conflicto perdido surge, tanto en las obras de Faulkner como en las de García Márquez, un dejo de conservadurismo que puede tranquilizar a algunos lectores. Los dos novelistas dan la impresión de estar defendiendo el antiguo régimen y condenando todo lo nuevo. Pero en toda mitología ocurre lo mismo, y si el mito está transmutado en la novela, puede tratarse de una ilusión óptica. El efecto, en el mito faulkneriano el progreso es el enemigo del pueblo. Llega el progreso encarnado en el automóvil y las estaciones de servicio, en el pavimento y en las cosechadoras mecánicas. Hasta los negros lo resisten o rechazan. Pero ya dije, que ese progreso, el traído a la fuerza por los "yankees", no lo quieren los del Sur. También García Márquez parece al fin decepcionado del progreso que llega a Macondo de la mano de los "gringos", de los forasteros y de los parásitos de toda clase. En el fondo los "yankees" arrasan los Macondos hispanoamericanos. No en vano entre nosotros se les llaman "yanquis" también, aunque vengan de cualquier otra región del país. La mitología, es por lo tanto, equivalente. Para rematar esa equivalencia, en ambos escritores el advenimiento de "la hojarasca" se produce como resultado de una guerra. El Norte triunfante impone al Sur derrotado su estilo de vida; la invasión de capitales extranjeros de produce en América Latina a continuación de las largas guerras civiles del pasado. En fin, la historia de Yoknapatawpha y de Macondo son semejantes; las ficciones que ambas suscitaron son hermanas; los autores de esas epopeyas están ligadas por extrañas coincidencias.


Motivos faulknerianos en García Márquez                

            Después de este sumarísimo estudio comparativo entre los grandes aspectos de las dos narrativas que parecen reflejarse como eco en la otra, quiero mencionar algunos motivos, secuencias y unidades narrativas menores que se observan en ambos novelistas. En primer lugar, aunque ya resulta trivial mencionarlo, está el invento de un lugar, escenario de casi todas las historias narradas: Yoknapatawpha County, ese mítico condado sureño, tiene su contraparte en Macondo. De más está decir que, en mi opinión, el Comala de Rulfo y el puerto de Santa María de Onetti están vinculados al novelista norteamericano en la misma forma. El pueblo, o la provincia ficticios pero identificables puesto que son como síntesis de una región espiritual mucho mayor, constituye el más visible indicio de la influencia faulkneriano.

            El hielo como elemento de aprendizaje (primer motivo mencionado en Cien años de soledad) aparece cumpliendo idéntica función en el primer segmento de The sound and the fury, o sea, en el monólogo de Benjy. Caddy trata reiteradamente de que Benjy meta las manos en los bolsillos porque hace mucho frío y se congelarán los dedos. Como Benjy no parece darse cuenta, ella "rompió la superficie del agua y puso un trozo de ella contra mi rostro. 'Hielo. Eso quiere decir lo frío que está", le dice su hermana. Cuando destapan el cofre y José Arcadio ve por primera vez el cubo de hielo, murmura, "es el diamante más grande del mundo", a lo que el gitano añade: "No. Es hielo". Hay que pagar para poder tocarlo; "el pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. 'Está hirviendo', exclamó asustado." El mayor deslumbramiento fue, sin embargo, el de José Arcadio padre, quien "puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio".

            También provienen de Faulkner las mariposas amarillas. Figuran en The sound and the fury con significado parecido. Evidentemente García Márquez las ha aprovechado mejor, hiperbolizando el simbolismo de las mariposas que vuelan alrededor de la cabeza de Mauricio Babilonia. En la novela de Faulkner, el día que Quentin decide matarse, una niñita italiana lo sigue toda la tarde. En Quentin no hay ni por asomo intenciones de aprovecharse sexualmente de la niña. El hermano de ésta, en cambio, lo acusa de haberse abusado de ella. Es decir que la lujuria ronda alrededor de la extraña pareja que camina sin rumbo. Desde la página 125 hasta la 141 de la edición Planeta aparecen reiteradamente: "Mariposas chispeaban en la sombra como las manchas de sol"; "las mariposas amarillas volando sobre ellos a lo largo de la sombra"; "había otra mariposa amarilla, como si se hubiera soltado una de las manchas del sol".

            Además, podemos inferir sin mayor esfuerzo de imaginación que así como existió un Coronel William Cuthbert Faulkner en la vida de William Faulkner, que dio el modelo para el coronel John Santoris y un coronel Nicolás Márquez en la de García Márquez que modeló al coronel Aureliano Buendía, entre los dos coroneles de ficción hay algo más que esta singular coincidencia biográfica. Las hazañas de John Sartoris durante la guerra del Norte contra el Sur llegaron a ser legendarias. La novela titulada Sartoris empieza con una evocación de cómo salvó la vida cuando soldados "yankees" vinieron a buscarlo en su propia casa, aunque sin conocerlo personalmente. "Sentía cómo el yanqui lo vigilaba, clavándole los ojos en la espalda, en el sitio exacto por donde entraría la bala. El coronel contaba después que lo más difícil que hizo en su vida fue cruzar aquel patio de espaldas al yanqui sin echar a correr". Esto fue suficiente para recordar cuán cerca estuvo Aureliano de ser fusilado. Las treinta y dos campañas del coronel Aureliano Buendía (todas perdidas), su arrojo inútil, su incapacidad para asumir la realidad, todo lo que hace de su vida algo magníficamente inútil, pertenece también a la historia de John Sartoris.

            Otro motivo de Cien años de soledad que parece provenir de Faulkner es el de los dientes postizos. En uno de los periódicos viajes, Melquíades llega cambiado; nadie acierta a la razón de su rejuvenecimiento: "…y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano". En As I lay dying, después de haber enterrado a su mujer, Anse Bundren vuelve al carro donde lo esperan sus hijos, y también vuelve cambiado. Jewel exclama asombrado: "Who's that?" A una segunda mirada logra reconocerlo y se da cuenta de la causa del cambio: "He got them teeth". Cash (el narrador de este segmento) comenta que su padre parecía más alto, con la frente levantada y la mirada orgullosa.

            Hay muchos otros motivos, sobre todo míticos, cuya presencia en Cien años de soledad puede emanar de Faulkner o no, ya que el norteamericano no es el primero ni el único en recurrir a ellos. Me refiero, por ejemplo, al motivo de los hermanos gemelos, y a la repetición de los nombres. También habría que mencionar que la decadencia de las estirpes está vinculada, tanto en Faulkner como en García Márquez, a la destrucción física del ámbito en que vivieron por tantas generaciones. Así los Sutpen concluyen su historia mientras la vieja casona es destruida por las llamas en Absalom! Absalom! y en Cien años de soledad un furioso huracán reduce a polvo la casa de los Buendía casi al mismo tiempo que las hormigas devoran al último descendiente de los Buendía. Queden esos cabos sueltos para un estudio posterior, más exhaustivo. Antes de concluir, solo me resta añadir unas breves reflexiones. La experiencia de estudiar a estos dos formidables narradores fue reveladora. Se aprende a valorarlos aún más que al leerlos por separado. Cada vez parece menos rebatible la aserción de Paul Valéry transcripta por Borges: "La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de sus carreras o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de la literatura. Esta historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor".  

 

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